Paredes coloreadas, lámparas de diseño, parquets oscuros…aunque pueda parecerlo no estamos en un restaurante firmado Philippe Starck, sino en el Museo d’Orsay. Hace 25 años, la arquitecta Gae Aulenti impuso una decoración de tipo «mineral»: paredes de color crema y suelos de piedra.
Pero nuestro tiempo ama el confort: un museo no es una catedral, sino que se ha convertido en un salón. Han hecho falta dos años de trabajo para reinstalar la mitad de la colección en tres espacios que han sido completamente reconfigurados. Aunque la nave se queda como estaba, los espacios laterales, al lado del Sena y de la calle de Lille, se han metamorfoseado, y han ganado en superficie y, especialmente, en lisibilidad.
Los visitantes y amantes del arte que estaban comprimidos hasta ahora en un dédalo de salas estrechas dedicadas a los maestros impresionistas, descubrirán ahora una galería única y larga en el quinto piso del Museo. El arquitecto Jean-Michel Wilmotte ha liberado los volúmenes, permitiendo así que se vean las estructuras metálicas originales: y ha decidido jugar con la luz del día, sólo con el ligero aporte casi imperceptible de una discreta iluminación artificial modulable.
La epopeya impresionista se presenta ahora en un espacio largo de 100 metros, sobre una superficie de dos mil metros cuadrados y se abre sobre el París que Caillebotte supo pintar tan magníficamente.
El «Déjeuner sur l’herbe» de Manet, que marca a mi entender el inicio del arte moderno, abre el recorrido. Un recorrido que finaliza con las «Nymphéas» de Monet, que anuncian una forma nueva de arte abstracto. Entre ambos, los paisajes de Sisley dialogan con los de Pissarro y las bailarinas de Degas con la «Liseuse» de Renoir.
Los cuatro niveles que conducen a esta espectacular galería impresionista están dedicados a las artes decorativas de principios del siglo XX. Otra revolución de espacios que firma en esta ocasión Dominique Brard. Podemos admirar, sin cristal ni cordón de protección, las sillas curvadas de madera de Adolf Loos o los ángulos rectos de los «secrétaires» de Charles Rennie Mackintosh.
Lo que puede apreciarse sobretodo es la magia de los interiores domésticos que renace gracias a la disposición simultánea de muebles, objetos, cuadros y esculturas. El único Klimt del Museo, floral y sensual, resplandece detrás de una mesa y una butaca de Otto Wagner, y todo ello cerca de una bellísima vitrina en madera incrustada de nácar de Carl Witzmann. Y, por ejemplo, podemos ver reunidos de nuevo los tres paneles campestres que Vuillard pintó para el salón del príncipe Bibesco.
En el tercer polo rediseñado, la nueva galería «Françoise Cachin», y sobre un fondo azul grisáceo encontraremos reunidos los cuadros de los maestros post-impresionistas, de Gauguin a Van Gogh, de Moreau a Redon. Otras maravillas, que producen otros escalofríos. En realidad, no se trata de una renovación, sino de un renacimiento. El renacimiento del Museo d’Orsay.
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