¿A quién favorecen las subvenciones?

A mi entender, en política cultural sólo existe una lógica legítima: la de la extensión.
Hubo un tiempo en que el tema se veía de otra manera. En los años 1970, la política cultural estaba dirigida al conjunto de la sociedad, tanto en Alemania como en Francia. Se quería que la oferta fuera accesible al conjunto de los ciudadanos, de manera que todo el mundo debía poder participar y desarrollarse. El concepto clave era el de emancipación. Retrospectivamente, podemos decir que ahora la oferta existe. El número de instituciones ha casi doblado desde 1980. Esta parte del programa puede, pues, darse por hecha.
Salvo que todo chirría a nivel de la participación. Esta es estable, en el conjunto de los países europeos, y se sitúa alrededor de un 10% de población que es la que frecuenta los espectáculos o las exposiciones subvencionadas de la gran cultura. Una cultura de élite, según confirman las estadísticas (ver «Der Kulturinfarkt» de Diter Haselbach, Armin Klein et alii, o «Les Pratiques culturelles des Français à l’ère numérique», ‘Le monde’, 14/10/2009).
Todo esto chirría también a nivel de la economía de la cultura. El arte pasa por ser exactamente lo opuesto del comercio, el arte se quiere independiente de la demanda. Nadie se dice ni es hostil al éxito pero se considera fuera de sitio el querer obtenerlo. Querer vender bienes culturales, querer ligarse al mercado, se nos dice que no tiene nada que ver con el arte. Pero la consecuencia de este cisma entre el mundo del arte, entre el mundo de la cultura en general, y el mercado, es que la mayoría de las subvenciones se concentran en determinadas instituciones culturales que además delimitan zonas protegidas. Sin ninguna duda ello ha permitido numerosos descubrimientos artísticos y muchos talentos han emergido.
Pero en el campo clásico de la cultura y del arte, ello ha también conducido a un culto de las estrellas alimentado por el dinero de los contribuyentes, que ha bloqueado la innovación en la programación en muchos casos. De forma inversa, la política no se ha preocupado de desarrollar conceptos que deberían haber permitido apoyar la economía de la cultura. Además, los programas de la Unión Europea no son de una gran ayuda: desde el punto de vista de la economía de la cultura, hace ya mucho tiempo que Europa está en el vagón de cola, ampliamente distanciada por continentes mucho más dinámicos.
Tenemos en Europa una actividad cultural rica y productiva pero ninguna industria cultural que proponga acontecimientos estéticos interesantes en un mundo globalizado. Lo que el 90% de la población europea consume, esta parte mayoritaria de la población que no frecuenta los templos subvencionados de la cultura, viene básicamente de fuera de nuestro continente.
Y éstos son los problemas que hemos heredado. A ello debemos añadir que estamos en un período de cambio conducido por la digitalización numérica. Lo cual hace emerger nuevas formas de producción artística y una nueva forma de recepción cultural. Lo que a su vez implica nuevas relaciones de individuo a individuo, del individuo a las instituciones, y de institución a institución; lo que convierte en obsoletas a un gran número de instituciones en todas las áreas de la vida.
Estos tres puntos han conducido a algunos autores (Pius Knüsel, Stephan Opitz y otros) a proponer la supresión de la mitad de las instituciones culturales existentes para poder desarrollar con los fondos así liberados otros campos culturales y a la conclusión que una política cultural orientada de cara al futuro debe adaptarse a una época ‘post-institucional’.
Lo que hace falta, seguramente, es un compromiso claro de las administraciones públicas hacia las áreas que pueden converger hacia el objetivo inicial de la cultura para todos:
1. la cultura amateur reducida a una porción congruente;
2. una economía fuerte de la creación, lo que significa más espíritu de empresa en el ámbito de la cultura, financiándose ella misma a largo plazo y ofreciendo una contribución real con valor añadido. Ello incluye toda la cadena de creación de valor, que va desde la obra de arte hasta que llegue a casa del cliente/consumidor/ aficionado. Y es justo aquí donde la digitalización y la informática ofrecen nuevas perspectivas;
3. una formación artística más cercana a la realidad y al público, y en que las ‘spin-off’ y los derivados, podrían ser nuevos gérmenes de la industria cultural;
4. una educación multicultural y multidisciplinar de la juventud;
5. sería también interesante que las grandes casas que se distinguen de entre las instituciones culturales fueran dotadas de medios suficientes para realizar su misión a largo plazo, aunque la mayor parte del consumo cultural se hará en el futuro en casa, o de forma nómada.
Con estas premisas, lo que me gustaría es dar materia para la reflexión, de manera que la política repiense respecto de los privilegios de las instituciones y sobre los rituales de las dotaciones. Es seguro que ya hemos construido lo suficiente y que el sistema cultural ha alcanzado su punto máximo de extensión, pero ahora es preciso volver a pensar en el individuo.

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