Cultura e identidad europea

Cultura e identidad europea

La identidad, que es algo que se comprende instintivamente cuando se prueba o se reconoce, pero es, por otro lado, algo mucho más difícil de definir puesto que se corre el riesgo de encerrarla bajo palabras y parámetros que no dan suficiente cuenta ni de su complejidad ni de su evolución: «Lo que hay de menos simple, de menos natural, de mayor artificialidad, es decir de menos fatal, pero de más humano y de más libre en el mundo, es Europa«, afirmaba con acierto Jules Michelet en su «Introducción a la historia universal». De hecho, Europa es ante todo una aventura humana, y sus fronteras, fijadas por la geografía marítima al oeste y al sur, resaltan una diferencia cultural al Este.

Es, pues, necesario invocar la cultura para dibujar a grandes trazos una identidad marcada por los meandros de la historia. Heredera de la filosofía griega, estructurada en gran parte por el derecho romano y enraizada en el pensamiento judeo-cristiano, Europa puede reivindicar con orgullo Atenas, Roma y Jerusalén como sus tres «madres patrias», según la expresión de Jean-Marie Paupert. Ello no excluye ni las aportaciones anteriores ni las influencias ulteriores, ya sean éstas celtas, germánicas, árabes o eslavas. Pero la identidad, lejos de negar estas particularidades, las ordena en función de un todo y esto es lo que nos ocupa.

Necesariamente plural, como una pintura impresionista, la identidad no es ni puede ser un bloque monolítico. Aunque si bien se enriquece de todas las influencias, no puede resumirse tan sólo a una agregación de culturas. La identidad europea es un todo que ordena, sin negarlas, las particularidades locales, en función de un eje vertical que le da su coherencia. Igual que una persona escoge sin reservas la cultura que decide amar, aunque haya podido recibir por herencia diversas y diferentes influencias, Europa, que también ha visto desarrollarse sobre su territorio diferentes influencias, ha escogido históricamente el enraizarse en la cultura greco-latina y en los valores judeo-cristianos. La identidad es, pues, también un asunto de voluntad y por ello es un combate permanente.

Más allá de las tribulaciones históricas, ¿cuáles son las constantes que dibujan  los caracteres esenciales de nuestra identidad? Yo distinguiría tres de principales:

La posición central otorgada a la persona humana: esto es particularmente visible en el arte, que es el reflejo de cualquier civilización. Tanto si hablamos del Louvre como del museo del Ermitage, del Prado o de la National Gallery en Londres, el rostro humano se presenta y se magnifica como el súmmum de la belleza, un rostro humano que otras civilizaciones se jactan en prohibir su representación. Herederos de una cultura en la que el Hijo de Dios se ha encarnado para tomar un rostro humano, Europa considera a la persona como un sujeto de derecho dotado de una dignidad inalienable, como contraposición a otras civilizaciones basadas en la lógica de clan, de etnia, de grupo o de casta.

Una diferenciación entre los poderes civiles y religiosos, en la que se basa la libertad de conciencia: aunque el emperador romano tenía la costumbre, como en el resto de civilizaciones de la época, de «acumular» la dignidad sagrada de Pontifex Maximus con el título guerrero de Emperador, el Occidente cristiano cambió el dato y, por primera vez en la historia, decidió no seguir esta costumbre y contestar así el monopolio de su poder religioso. Surge así el espacio reservado a la consciencia que el poder político no puede, si no quiere convertirse en ilegítimo, violar, como ya hizo Antígona frente a Creonte.

Una particular dignidad de las mujeres: como contraste con otras civilizaciones que han destinado las mujeres a la reproducción o a no ser otra cosa que meros instrumentos de placer, Europa, surgida de un personaje femenino de la mitología griega, la ha ensalzado tanto en la literatura como en el arte, y le ha otorgado un papel eminente en la vida social. «Las sociedades son lo que quiere ser la mujer», resumía magníficamente el bienaventurado José Anacleto González Flores, martirizado por las autoridades mexicanas en 1927 y beatificado por Benedicto XVI en 2005. De hecho, el concepto que tiene de la mujer una sociedad es enormemente revelador de su nivel de civilización.

El nexo común entre estos principios se basa en que son universales por vocación y que conciernen, o podrían hacerlo, a priori a todos los pueblos, aunque queden circunscritos, de momento, a Europa en su desarrollo histórico. Y ahí radica el genio y la paradoja de nuestro continente, universal por vocación pero identitario por construcción.

 

Y aprovecho que empieza el mes de agosto para desearos unas estupendas y artísticas vacaciones. ¡Hasta septiembre!

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