
Cuando “El País” contaba en el quehacer cultural e intelectual de España, es decir, hace mucho tiempo, publicó un interesante artículo de Antonio Saura, hace ahora justamente treinta años (el 11 de febrero de 1987) en el que hacía una disección certera de este fenómeno artísticamente paranormal denominado Arco, que se viene perpetrando todos los meses de febrero en Madrid. El título del artículo era “La feria de las realidades”. Y lo mejor del caso, es que treinta años después continúa siendo rabiosamente certero y vigente.
Tal como sostenía Saura, “la feria terminará nuevamente con déficit comercial y el Ministerio de Cultura, así como el Instituto Nacional del Fomento a la Exportación, perseverará en el sostén de una empresa híbrida y ruinosa, difícilmente rentable, tanto en uno como en otro terreno. Arco continuará mostrando su repetido espectáculo de ‘quiero y no puedo’ y seguirá manteniéndose el equívoco de una oferta pseudo-cultural cuyo motivo fundamental, debiendo ser también comercial, es, ante todo, objetivo de malentendido prestigio”.
Sobre la relación entre arte y comercio, que parece ser el santo y seña de esta feria de las vanidades tal vez sea interesante estudiarla con un cierto detenimiento y distancia.
Empecemos por preguntarnos, ¿desde cuándo el arte y el comercio han ido disociados? He aquí el tema, pues, aparte del arte producido por las sociedades primitivas y del arte ritual del pasado, toda expresión plástica ha sido comerciable desde los más lejanos tiempos.
Los pintores del románico, por ejemplo, a pesar de su actual anonimato, fueron reconocidos y remunerados por su trabajo. El precio de un trabajo artístico ha sido y es, casi por definición, aleatorio: la cotización de las obras de arte varía en función de las fluctuaciones del mercado, de las modas, de los olvidos –a veces inmerecidos-, tanto como de su momentáneo redescubrimiento o de su afirmación definitiva en la historia. No olvidemos que el arte, en todas sus formas, siendo prioritariamente vehículo de expresión individual -actitud que comporta necesariamente riesgo y aventura- y siendo también medio de comunicación y confrontación de ideas, es también profesión y, por tanto, actividad mercantil.
Como escribe Saura con acierto, “el problema surge cuando, en una inversión de los signos, el concepto de vanguardia, unido estrechamente al de modernidad, se ha visto sustituido por aquel otro que afirma el predominio de la moda unida al comercio. El empleo de técnicas comerciales semejantes a las utilizadas en el lanzamiento de productos de consumo lleva consigo la artificiosa basculación de las tendencias, su inmadurez, la creación de falsos mitos y el pasaje aberrante y efímero de los meteoros”.
La aparición de las ferias de arte en centros económicamente poderosos responde en gran parte a esta situación, ciertamente diferente del pasado. Responde a esta alteración de los signos en donde la especulación basada en la novedad a ultranza -y el esnobismo que conlleva- sustituye la calidad y la perseverancia en el universo personal y obsesivo.
El aspecto positivo de las ferias de arte verdaderamente importantes -Colonia, Basilea y París- consiste en la reunión en un solo lugar de diversos acontecimientos estéticos, y destaca su interés en función de la importancia del contenido artístico ofrecido. Junto a su carácter de acontecimiento social son fuente de activas transacciones comerciales y reflejo de realidades económicas; para quien quiere y sabe ver son también pretexto para el análisis de realidades estéticas.
El segundo aspecto se refiere a la propia existencia de una feria de arte (como Arco) cuya organización no se corresponde con las realidades adquisitivas -escasez de verdaderos coleccionistas- ni con el funcionamiento de los estamentos culturales, mostrándonos un abrupto contraste entre una manifestación que se ve correspondida con la masiva asistencia del público y la pobreza de sus proposiciones estéticas o la debilidad de las operaciones comerciales.
Y siguiendo a Saura, “dado que Arco es una feria eminentemente comercial, al decir de sus organizadores, parece evidente concluir que solamente tendrá razón de existir cuando pueda subsistir sin ayuda oficial, tal como lógicamente sucede en otros países, dejando de ser fachada de un malentendido prestigio y necesitada del aval estatal, espejismo artístico e imagen ficticia de una realidad económica y cultural”.
Cuando eso llegue a suceder, la feria de las vanidades se habrá transformado en feria de las realidades, es decir, mediante el respaldo comercial de la sociedad y sin mendigar una injustificada protección oficial. En todo caso, de no poderse autofinanciar, Arco no se justifica en su forma actual, y la adquisición de obras por organismos oficiales y empresas pseudo-privatizadas, como forma de paliar el descontento de las galerías extranjeras, no contribuirá más que a perseverar en el malentendido antes apuntado.
Pero de momento, todo es vanidad, con unas ciertas dosis de páramo mesetario, cuando menos cultural y artísticamente hablando.
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