George Orwell publicó en 1945 una obra titulada «Rebelión en la granja» (‘Animal Farm’), una obra que expone una problemática con un mensaje que resulta muy actual y abierto sobre la corrupción que engendra el poder y que es asimismo una diatriba furibunda contra los estados totalitarios. La trama es la siguiente: los animales de una granja se sublevan victoriosamente contra sus dueños humanos, pero pronto surgen entre ellos ambiciones y rivalidades que hacen fracasar la rebelión, pues algunos de los animales, traicionando los intereses de su propia clase, acaban por ponerse al lado de sus amos opresores; la conclusión es inquietante: los débiles siguen sojuzgados mientras los más fuertes consiguen sus fines mediante no importa qué medios.
El mismo Orwell escribió un prólogo (que fue hallado en 1971) titulado «La libertad de prensa» en el que hace una crítica acerba pero certera de los intelectuales que se rigen por las consignas ‘no debe hacerse’, ‘es inoportuno’ o ‘al servicio de’. De modo, que si una pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante, estos intelectuales creen que no debería formularse, con lo que nos hallamos ante una muestra, más o menos elaborada y clara, de autocensura.
Si la libertad intelectual y de creación han sido sin ninguna duda unos de los principios básicos de la civilización occidental, su continuidad depende de que cada uno tenga pleno derecho a decir y a publicar lo que él cree que es la verdad, siempre que ello no impida que el resto de la comunidad tenga la posibilidad de expresarse por los mismos inequívocos caminos. Por ello incumbe principalmente, a mi entender, a la intelectualidad científica, artística y literaria el papel de guardián de esa libertad.
Aun estando la tolerancia y la honradez intelectuales muy arraigadas, es necesario constatar que no son indestructibles y que deben mantenerse con gran esfuerzo. Me refiero al esfuerzo de los intelectuales tolerantes y honestos, que no siempre es bien visto por las marionetas al servicio de distintos dueños, que fruncen el ceño (o algo más) ante los que pretenden tener y mostrar opiniones distintas a las de moda o a las impuestas por conglomerados de intereses más o menos evidentes.
Y esto vale también para los veletas que son capaces de cambiar una ortodoxia por otra. Porque este tipo de cambios no suponen necesariamente un progreso, ya que el verdadero enemigo está en la creación de una mentalidad ‘gramofónica’ repetitiva, tanto si se está de acuerdo como no con el disco que suena en cada momento, tal y como aprecia Orwell en el citado prólogo.
En nuestro mundo del arte existe también un intento de establecimiento de ‘pensamiento único’ que hace que la capacidad de controversia civilizada, de debate de ideas, de contraposición de argumentos ante determinadas creaciones, y respecto del arte en su conjunto, sea cada vez más limitada, y que la opinión pública, y sobre todo la publicada, tienda a ser unidireccional.
Las tendencias de las modas artísticas son dirigidas por un conglomerado de intereses que abarca desde supuestos coleccionistas, públicos y privados, que imponen sus criterios mediante la exhibición de cantidades económicas exorbitantes que no tienen nada que ver con el fenómeno artístico y sí mucho con puros movimientos especulativos, a críticos de arte/conservadores/curadores al servicio de los intereses de estos ‘grandes’ coleccionistas (entendiendo, en este caso, grandeza como volumen). Una intelligentsia al servicio de poderosos amos.
Un conglomerado que también va desde galeristas ‘galácticos’, con galerías en diversos puntos del planeta que incluso físicamente presentan la forma de hangares dónde reciben a esos coleccionistas ávidos de novedades mediáticas o mediatizadas, hasta artistas también ‘galácticos’ que producen en serie en talleres-cadenas de montaje al servicio de los intereses de esos mismos galeristas y para saciar el apetito de moda de los voraces coleccionistas, auténticos tiburones de la especulación artística.
Este conglomerado muy bien trabado y con intereses comunes hace subir o bajar las pujas y cotas de los artistas, mueven sus peones para enaltecer y hacer subir el valor de sus propiedades o pupilos, e intentan imponer fenómenos de moda que son rápidamente reproducidos ‘urbi et orbi’ por los gacetilleros al uso.
Frente a ello, y para defender otras ortodoxias u otras heterodoxias, existe una miríada de artistas-galeristas-coleccionistas-críticos de arte-curadores-conservadores que ni son galácticos ni pretenden serlo ni quieren serlo, que no tienen ni voz ni presencia públicas (o escasa), pero que ejercen sus oficios y manifiestan sus gustos con tolerancia y honradez, como muestra de su libertad intelectual. Y toda esta gente son muchos más de lo que ellos mismos creen.
Por ello, tal vez sea necesario fomentar, al modo orwelliano, una rebelión en el arte. Una rebelión para que los pequeños se sacudan complejos, opinen, batallen, se junten y se den a conocer. Y como en el texto de Orwell el peligro está en ser corrompido por el conglomerado, ser abducido por él, basarse en amiguismos excluyentes o cambiar de bando por intereses espúreos. Contra el pensamiento único artístico que algunos sueñan en establecer se necesita libertad para crear y para opinar, tolerancia ante cualquier opinión o creación (siempre que no sea manifiestamente ofensiva para las íntimas creencias o convicciones de otros), y honradez intelectual para encauzar debates libres no sometidos a intereses particulares o de clan. Y en esto también, sí se puede.
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