
Se están conmemorando los 50 años de la Cité internationale des arts en París. Desde hace cincuenta años la Fundación Cité des arts acoge a artistas de todo el mundo (en este momento, los hay procedentes de 53 países distintos) en sus 325 talleres-vivienda, donde permanecen en períodos que van desde un mes hasta más de un año.
La Cité des arts fue imaginada por el artista finlandés Ero Snellman a raíz de la Exposición Universal de París de 1937. Para Snellman, “tal como la imagino, la Ciudad debería estar abierta a los artistas sin distinción de raza o de nacionalidad y deberían vivir bajo el mismo techo, con la esperanza de que entre ellos se creen contactos personales que no harán más que enriquecer su vida intelectual”. El sueño de Snellman se hizo realidad en 1965 y, desde entonces, 18.000 artistas han pasado y convivido en sus instalaciones magníficamente situadas en pleno corazón de París (18, rue de l’Hôtel-de-Ville, frente por frente de la isla de Saint-Louis).
El 75% de estos talleres-vivienda dependen de diferentes operadores (fundaciones, ministerios o asociaciones) que tienen sus propios criterios para otorgar una residencia a un artista determinado. El 25% restante se atribuyen mediante un proceso de selección atribuido a cuatro comisiones: música, artes visuales, espectáculos de calle y escritura (estas dos últimas creadas este mismo año). Por tanto, se dan las condiciones para crear un cosmos general y unos microcosmos particulares que pueden facilitar la fecundación de ideas entrecruzadas, entre un músico y un grabador, por ejemplo.
Este enclave de paso todavía es bastante desconocido para el conjunto de los parisinos, porque a menudo los artistas vuelven a su país de origen para presentar los resultados de su estancia. De todos modos, la residencia consta de una sala de exposiciones y de un auditorio, en los que los residentes pueden presentar su trabajo y que también sirven como puntos de intercambio con otros artistas, sean residentes o no de la Cité.
También, y siguiendo el aciago aire de los tiempos, existe en la Cité un taller para los refugiados, que es sostenido económicamente por el Ayuntamiento de París, y en el que se acoge a exiliados o a artistas que no pueden practicar su arte en su país, o bien a mujeres artistas perseguidas, entre otros casos. Y aquí también necesitamos una reflexión sobre el papel que se impone cuando se dan este tipo de situaciones.
Desde el quinto piso de la residencia hay una magnífica vista sobre Notre-Dame y, glamour obliga, es justo recordar que allí tenía una habitación-estudio el gran Serge Gainsbourg, justo en 1965 cuando se estrenó el edificio, y donde recibía a su musa, Brigitte Bardot…Oh, la, la!
En España también podemos encontrar experiencias de este tipo, aunque a escala cuantitativa considerablemente menor. Por ejemplo, acaba de abrir las puertas en Olot, la @FaberResidency, un espacio ubicado en un hotel que se propone mezclar, en simbiosis creadora si es posible, a escritores, músicos e investigadores. Evidentemente, les deseamos los mayores éxitos porque iniciativas de este tipo fecundan nuestro panorama cultural y, al mismo tiempo, abren las puertas al intercambio enriquecedor.
Este tipo de iniciativas fomentan el bien común, porque permiten que en los campos de las humanidades y de las ciencias se faciliten y, eventualmente, se produzcan intercambios, mezclas, trabajo en común, conocimiento, proyectos compartidos, descubrimientos mutuos, especialidades y especialistas que se entrecruzan…Necesitamos estas residencias por y para el intercambio creativo, para respirar, para abrirnos juntos y mancomunadamente, para expandir nuestras raíces culturales y para que éstas sean fecundadas por otras.
Las residencias de artistas son necesarias porque fomentan el bien común, el bien para la comunidad. Que cuando toque hacer presupuestos o diseñar legados no las olvidemos.
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