Italia fue, junto con Amberes y otras ciudades europeas, otro importantísimo centro de exportación de imágenes en los primeros tiempos de la Reforma Católica (también conocida como Contrarreforma). Y si bien el fuerte mecenazgo de las pequeñas cortes principescas, ducales o condales a lo largo y ancho de la península itálica, así como del aparato papal, definió la actividad artística, es preciso constatar que a partir de la crisis financiera de mediados del siglo XVII los artistas se mostraron , a la fuerza, emancipados de este tipo de concomitancias.
El hecho es que, en esa época, los bamboccianti, originarios en un primer momento de Flandes y de las Provincias Unidas, realizaron pequeñas pinturas costumbristas a bajo coste y el éxito de esta empresa dio cuenta del interés de algunos sectores de la sociedad romana por adquirir imágenes a precios accesibles.
Por lo que se refiere al panorama de la estampa, los grabadores romanos comprendieron de manera muy temprana los beneficios de realizar copias impresas de las más destacadas pinturas producidas por maestros italianos, tal y como Jacques Kuhnmünch pone en evidencia en el artículo “Le commerce de la gravure à Paris et à Rome au XVIIe siècle” (en la revista Nouvelles de l’estampe, nº 55, enero-febrero 1981).
En este sentido, la labor de Marcantonio Raimondi, desde principios del siglo XVI, representa un hito en la colaboración entre pintores y grabadores de cara a la difusión de las obras de los primeros, pero también para la creación de motivos originales en estampas. Es interesante, en esta línea, el libro de David Landau y Peter Parshall, “The Renaissance Print, 1470-1550” (Yale University Press, New Haven/London, 1994).
El uso de modelos reconocidos tuvo su auge en las copias de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina del Vaticano. Entre los grabadores que crearon estampas a partir de esos modelos podemos destacar a artistas italianos como Giulio Bonasone, Giorgio Ghisi o Martino Rota, pero también a artistas franceses como Leonard Gaultier o flamencos como Johan Wierix, como ha puesto en evidencia Bernardine Barnes en su libro “Last Judgement: the Renaissance reponse” (University of California Press, Berkeley, 1998).
Roma constituyó un polo de atracción para artistas de toda Europa ya que el viaje a esta ciudad era considerado un momento iniciático. Los diferentes idiomas se entrecruzaban en sus calles y tabernas, y muchas pinturas y estampas guardaron el registro de las influencias y de la colaboración entre los artistas que allí se entremezclaron, prueba de ello son los retratos y dedicatorias que dan cuenta de las amistadas generadas en la Ciudad Eterna.
Así, por ejemplo, podemos citar que François Langlois (grabador, editor y comerciante francés conocido como Ciartes a causa de su ciudad de origen) fue retratado por Claude Vignon, pero también por el flamenco Anton Van Dyck. Y en este sentido cabe destacar la carta, que acabó siendo célebre, que Vignon escribió a Langlois en 1641, ante el inminente viaje de este último a Londres y a Holanda. En ella, Vignon enviaba saludos a sus amigos Poelenburgh, Van Uyttenbroeck y Honthorst, pero reservaba para Van Dyck y Rembrandt la noticia de que había realizado la tasación de los bienes del coleccionista español Alfonso López. A Rembrandt le comunicaba, de manera particular, que había tasado su Profeta Balaam, que sería puesto a la venta junto con el resto de la colección López. Esta misiva nos muestra la intercomunicación cotidiana que existía dentro de la Europa del siglo XVII: desde Roma, un artista francés le escribe una carta a un colega que viaja a Londres y a Holanda y a través de ella envía noticias a sus amigos de los Países Bajos sobre la tasación de una colección española…La libre circulación de personas, bienes y mercancías estaba bien establecida en la Europa del siglo XVII, tal vez con menos dificultades que parece presentar la hora presente…¿Y si aprendiéramos algo del pasado glorioso de nuestro continente? (ruego disculpen esta expansión político-social en medio de un texto académico y divulgativo, pero no he podido evitarlo).
Cierto es también que muchos de estos artistas, como los citados Langlois y Vignon, retornaron a sus lugares de origen y llevaron consigo los preceptos del manierismo o del barroco italiano, según el período que permanecieron en Roma. Otros, como el francés Philippe Thomassin, se instalaron en Roma desde su juventud y nunca abandonaron esa ciudad. De todo hubo y de todo debe haber, porque el intercambio entre creadores no puede más que reportar beneficios al conjunto de la sociedad. En esta hora de Europa, sería bueno fomentar y afianzar los intercambios entre creadores artísticos de los cuatro puntos cardinales de este Viejo (a veces demasiado viejo) Continente. Lo necesitamos como sociedad y como individuos con ansias de crecer artística y espiritualmente.
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