
Roser Bru acaba de ser galardonada con el Premio Nacional de Artes Plásticas de Chile, y parece un buen momento para dedicar un artículo a conocer a esta mujer artista, a esta gran artista catalano-chilena de la pintura, el dibujo y el grabado.
Según relata Juan Benet (en “Roser Bru”, Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile, 1996): [Roser] tiene la vista puesta en un punto fijo que no ha sido elegido al azar. O bien lo atesoraba la memoria, en la forma que fuera, o bien le fue asignado por el instrumento que enfrente –un objetivo fotográfico o un fusil- se encargó de cerrar y concluir aquel instante. No se tratará por consiguiente de un recuerdo sino de la imperfecta vigilia de esa facultad insomne, que apenas trabajaba, que rara vez se esfuerza en sacar a la superficie de los deteriorados testimonios de su trabajo. No trabaja, pero no está ociosa; parece que vive y respira porque cuando el semblante vuelve al papel viene adornado con un trazo rojo, el reguero de una reciente gota de sangre fantasmal que ha brotado porque seguía palpitando de la profanación de la memoria; o bien la delgada cinta con los colores de la enseña que la niña ha guardado en un cajón cerrado durante todo el lapso del olvido”.
Roser Bru sabe mucho de la vida y del dolor. Nacida en Barcelona, en 1923, al año siguiente su familia se exilió en París huyendo de la dictadura de Primo de Rivera. Al final de esa dictadura, Bru volvió a Barcelona y estudió en la Escuela Montessori y en el mítico Instituto-Escuela de la Generalitat. Y al cabo de poco, la guerra y un nuevo exilio. Esta vez el destino fue Chile, al que arribó en el Winnipeg, el barco que ayudó a fletar Pablo Neruda, y en el que dos mil exiliados republicanos españoles llegaron a Valparaíso el 3 de septiembre de 1939 para empezar, forzados, una nueva vida.
En Chile, su nueva patria (siempre compartida con la catalana), estudió pintura entre 1939 y 1942, y en 1957 inició sus estudios de grabado en el Taller 99, dirigido por Nemesio Antúnez, y allí, Roser Bru se ha convertido a lo largo de todo este tiempo en una institución en el ámbito de la plástica chilena por su capacidad de experimentación, audacia y riesgo. Uno de sus mayores aciertos son sus trabajos en torno a Goya, puesto que hace una lectura contemporánea de la obra del artista aragonés y la dota de un nuevo lenguaje en el contexto actual, otorgándole un peso político, un peso que estableció un vínculo inevitable plasmado durante la dictadura de Pinochet.
Y de dictaduras, guerra y exilios surgen sus modulaciones del dolor humano… Esas modulaciones que han terminado por ser el tema fundamental que recorre su obra. Una obra en la que despliega cada vez más una meditación y una contemplación del dolor humano, siempre la misma y a la vez siempre diversa. Como si el dolor humano fuera un largo trabajo que no se completara nunca, y que nunca pudiera pensarse del todo.
En sus inicios, en la obra de Roser Bru se daban los hilos, las líneas que unían, las líneas de conjunción o de disyunción que creaban relaciones entre las imágenes, que sugerían lecturas, que conectaban. Bru, amante empedernida de la vida y del arte, ha querido siempre establecer puentes, unir, mezclar por encima de todo. Y beber en sus fuentes: el románico catalán; la frontalidad de las figuras de América; los sumerios y los egipcios, los retratos del Egipto faraónico y de la Roma imperial; de Giotto, Piero della Francesca, Masaccio, Botticelli y Uccello; de Van Gogh, Cézanne, Matisse, Rousseau, Morandi, Picasso, Bacon, Brancusi, Giacometti, Tàpies; de Velázquez y Goya,…Y también su inspiración en relación con escritores a los que ha pintado, dibujado o grabado: Kafka, César Vallejo, García Lorca, Miguel Hernández, Gabriela Mistral, Rimbaud, Virginia Woolf, y siempre, siempre, Pablo Neruda. Y siempre, siempre, como ella misma escribe: “tierras entreveradas. Estar doblemente arcada, hecha de dos culturas, mi figuración es persistente; hay enseñanzas de muchos, expresionismo, materia, abstracción y voces conceptuales que se van filtrando. Diría que mi trabajo, libremente figurativo, pertenece a una obra de autor”. Una obra de autor que puede admirarse en el MoMA y el MET de Nueva York, en el Museo de Brroklyn, en el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago, en el Museo Nacional de Bellas Artes de Chile, en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, en el Staatliche Museum de Berlín,…
Y siempre, siempre, su condición de mujer. Es ella misma quien escribe, en “El Transcurso del Tiempo” (en “Espejos que dejan ver”. Mujeres en las artes visuales latinoamericanas, editado en 2002 por Isis Internacional): “Desde los años puedo mirar –a veces de reojo- la extensión de mi trabajo. Hay temas que no cesan; uno es el cuerpo de la mujer. La modificación en ella, ‘la mujer que aguanta’, como cariátide, entre el suelo y el límite. Es lo que la ‘mujer-pueblo’ hace en Chile: aguantar la vida, criar hijos, trabajar, y todavía acoge al hombre que transita…Trabajo con la sandía como cuerpo herido, cuerpo femenino de modificaciones: círculo, triángulo calado con un cuchillo. Dolor y vida. Antigua fertilidad del triángulo, siempre señalando a la mujer”.
Gracias Roser Bru por tanto y tan bueno, por tu obra, por tu amor por las tierras entreveradas, por tu trabajo incansable de cada día, por tu condición de ‘mujer-pueblo’, por tu lucha por la vida y la libertad, por hacernos evidente el dolor, por tu dignidad, por tu ejemplo.
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