Puede suponerse que el éxito de una publicación depende, en gran medida, de la capacidad que tenga en un momento dado de abrir una brecha o de fomentar el apetito del público. Así pues, el ejemplo de la “Iconografía o vida de los hombres ilustres del siglo XVII escritas por M.V. con los retratos pintados por el famoso Anton Van Dyck y grabados bajo su dirección” y el de su recepción en la Francia barroca demuestra ante todo la fuerza de la idiosincrasia de una obra maestra cuyo espíritu estaba gestando, en el momento de su concepción, los principales conceptos de la modernidad.
“Los grandes pintores deben dominar el arte del retrato: y como testigos de ello, tenemos a Rafael, Rubens, Le Sueur o Van Dyck”. Denis Diderot, en 1765, planteaba en estos términos el tema del retrato, y proseguía:”Me parece que hay tantos tipos de pintura como de estilos poéticos; pero se trata de una división superflua. La pintura de retratos y el arte del busto deben ser enaltecidos en un pueblo republicano, donde conviene dirigir las miradas de los ciudadanos hacia los defensores de sus derechos y de su libertad. […]Porque es cierto que un arte siempre se sostiene en el mismo principio que lo alumbra: la medicina en el empirismo, la pintura en el retrato, la escultura en el busto; y el desprecio hacia el retrato y el busto anuncian la decadencia de las bellas artes. Ningún gran escultor no puede no saber hacer un busto. Cualquier alumno debe comenzar del mismo modo que el arte comenzó”.
Estas consideraciones de Diderot sobre el retrato, establecen una filiación directa que va de Rafael a Van Dyck, pasando por Rubens y Le Sueur. Esta filiación, según el dogma académico expuesto por Roger de Piles en sus Cursos de Pintura por principios, parecería pues legítima: retratistas (aunque no exclusivamente), los cuatro pintores citados por Diderot tenían cuando menos el mérito, más o menos similar, de no ser perfectos (según de Piles), y es justamente este erial crítico y académico lo que condenaba Diderot en su elogio de los cuatro, tal y como se encarga de indicarnos Goethe en un escrito dirigido a Schiller.
Cuando Diderot escogió como emblemas a Rafael, Rubens, Le Sueur y Van Dyck, reivindicaba justamente el reconocimiento de su temperamento. Puesto que la base, según él, de la esencia de la representación, tanto en un retrato como en una pintura de historia, es el discurso poético, a su vez indisociable de cualquier representación pintada: “Cuando se toma en consideración a algunos personajes, a algunos caracteres como los de Rafael o los de los Carracci, uno se pregunta de dónde surgen. Para una imaginación fértil pueden surgir de las nubes, de las alturas, de los accidentes de fuego, de las ruinas, de la nación en que ellos han mamado los primeros trazos que la poesía ha exagerado acto seguido”.
Y Diderot prosigue: “Esos hombres especiales tenían sensibilidad, originalidad, humor. Leían, especialmente a los poetas. Un poeta es un hombre con una gran imaginación, que se enternece, que se asusta él mismo de los fantasmas que crea. […] Eran gente verdadera; y efectivamente estaban en los cielos, entre los dioses; disfrutaban realmente del objeto de su adoración y de la adoración nacional”.
Diderot retoma y orienta la célebre paragone (palabra italiana que podemos traducir aquí como comparación entre la poesía y la pintura) en un sentido moderno, resituando cada uno de los elementos de la comparación en su sentido original. Y no es una casualidad si acaba su enunciado con la evocación de Van Dyck. Esta concepción renovada de lo verdadero, cesa de dirigirse exclusivamente a la pintura de historia para contemplar también el retrato que, tributario del naciente neoclasicismo, vuelve a tener, y aún más allá del siglo de las Luces, la intuición que estaba en sus orígenes.
En este nuevo contexto, las categorías de la poética y de la retórica no se acaban en hablar sólo del estricto dominio de la pintura de historia, como acabamos de escribir. Es la esencia de la pintura lo que es poético, es el temperamento del pintor el que instruye el poema. Esta liberación respecto de la necesidad de comparar, esta nueva libertad de la pintura, hace saltar por los aires el orden manierista del discurso, y encuentra en Van Dyck una prefiguración cuyo enraizamiento clásico da lugar, mediante la Iconografía, a una anticipación de la revolución teórica.
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