Discurso de Antoni Gelonch Viladegut.
Musée des Arts et Métiers du Livre, Montolieu, 20 de Julio de 2013.
Pronunciado con ocasión de la Jornada «Encuentros», en el marco de la exposición «La permanence de la gravure: de Goya à Picasso. Oeuvres de la Collection Gelonch Viladegut».
Señoras y Señores,
Hablamos a menudo, y se habla de ello con frecuencia en nuestro entorno, de que necesitamos más humanidad. De que necesitamos compartir comportamientos, actitudes, signos de civilización. Hablamos, pues, de un deseo de compartir, de la búsqueda de complicidades, de camino en común, de ayuda sincera y de ayudar o de colaborar los unos con los otros. ¿Pero, qué queremos decir, o que es lo que queremos definir, con el vocablo civilización?
Pues bien, la palabra civilización forma parte de la lista de vocablos que son difíciles, o tal vez imposibles, de definir con precisión. Y si no viviésemos bajo una cierta tiranía del diccionario, tal vez nos sería más fácil llegar a convenir que existe un número indeterminado de palabras que son muy difíciles de definir aunque se haya escrito o hablado mucho sobre ellas. Y, no obstante, se trata de palabras que utilizamos con frecuencia, de palabras que necesitamos y de palabras de las que todo el mundo comprende su sentido y su significado.
A mi entender, y me gustaría que fuese compartido, la palabra civilización nos habla de nuestra manera de vivir, de pensar, de sentir, de actuar, de estar en el mundo. La civilización es un todo. No es una cosa de la que una parte pueda avanzar y la otra recular.
De hecho, cuando la economía crece pero el bienestar disminuye, hay alguna cosa en nuestra civilización que no anda bien. Cuando la renta per cápita aumenta pero las personas se sienten cada vez más desgraciadas, hay alguna cosa que no anda bien. Cuando el nivel de vida sube pero el planeta se nos muere, hay alguna cosa que no anda bien. Y aun es peor cuando, como ahora, la economía decrece; cuando la renta per cápita baja; cuando el nivel de vida se degrada; cuando las libertades individuales reculan; cuando uno tiene la impresión, o la certeza, de ser observado, parametrado y controlado por unas fuerzas que escapan a cualquier tipo de control.
Porque si el individuo tiene cada vez más derechos pero las relaciones humanas basadas en la confianza no paran de deteriorarse, y si cada vez existe más violencia en las relaciones sociales, hay alguna cosa que no anda bien. Si todo lo que no tiene precio y todo lo que no es una mercancía no tiene ningún valor, eso significa que hay alguna cosa que no anda bien.
Una acción civilizadora, una cultura de civilización, no debería tener otra ambición que la de remediar a todas estas cosas que no andan bien. Se trata de un pensamiento y de una acción que quieren que todo marche a la vez, que quieren que todo sea conducido por un mismo espíritu, y que buscan este movimiento en lo más profundo de la sociedad. Se trata de una línea de pensamiento y de acción que quiere que la colectividad busque en lo más profundo de su cultura, de su carácter, de su inteligencia y de su historia las palancas de este soplo de viento que la proyectará hacia el futuro.
La civilización son los innumerables hilos que ligan secretamente lo espiritual y lo temporal, lo que es material y lo inmaterial, los unos a los otros, el individuo a su entorno…La cultura de civilización es un pensamiento y una acción que tira de todos los hilos que corren entre las personas y las cosas con el fin de utilizar mejor todos los recursos.
Una cultura y una manera de hacer que permiten que cada uno al desarrollarse contribuya al desarrollo de los demás. Es la forma de buscar cómo la inteligencia de unos puede fecundar la inteligencia de otros, de buscar cómo la creatividad y la búsqueda de la felicidad de unos puede interpelar el sentimiento de bondad de los otros.
¿Y porqué cito a la felicidad en este punto? Porque oímos demasiado a menudo hablar sólo de desgracias por parte de mucha gente. Es cierto que no debemos engañarnos respecto del estado actual de nuestra civilización, de nuestras sociedades. Es preciso que paremos la oreja y que escuchemos la expresión de un malestar creciente que se va incrementando en nuestras sociedades y que podría un día llevárselo todo por delante. Podemos percibir cómo aumenta el malestar en las empresas y en otros sectores de la vida social, sentimos cómo aumenta en nuestra vida en común, y se nota que aumenta en la inquietud creciente por el futuro de las personas que nos son próximas y a las que queremos.
El malestar es un virus muy patógeno, muy invasivo y destructor, y contra el que es preciso, tanto como sea posible, vacunarse y, en cualquier caso, luchar para que la fiebre no invada nuestro cuerpo y, sobretodo, que no invada nuestro corazón.
Contra esta nueva oleada de malestar que parece instalarse en nuestro mundo, es preciso que partamos, tanto como nos sea posible, a la búsqueda de la felicidad. No a partir de una visión idílica o idealista del mundo, sino porque es necesario que actuemos y que reaccionemos. Y porque también sería muy grave que cayésemos en la esterilidad del sentimiento negativo; porque juntos debemos cultivar el interés, el camino y la intención de buscar lo que hay de mejor en nosotros mismos y en nuestro entorno social. Ciertamente la felicidad puede ser algo diferente para cada uno de nosotros y, por tanto, esta felicidad no es una fuerza ni tan pura ni tan desligada de nosotros mismos como se afirma a veces. En efecto, cada instante de felicidad está coloreado por la percepción de lo que nuestros sentidos nos ayudan a sentir, de manera que la felicidad es algo que siempre se encarna, algo que está siempre ligado a nuestro cuerpo y a nuestro espíritu.
Buscando la felicidad esperamos experimentar un encuentro, una sonrisa, una palabra, una mirada, un gesto, una complicidad…con ternura y dulzura, pero también con fuego y pasión.
Porque esperamos que lo que nos llega nos llene…y a menudo esperamos sin saber muy bien qué es lo que esperamos. Y en el fondo de nosotros mismos surge una nueva expectativa. En el fondo de nosotros mismos, sabemos que la búsqueda de la felicidad, a la que todos somos llamados, es un camino sin fin, siempre abierto ante nosotros y que nos incita a un viaje, un viaje que tiene por objetivo la serenidad y no la insatisfacción de estar siempre recomenzando. La búsqueda de la felicidad es la mejor manera de avanzar hacia una acción civilizadora.
La felicidad es una alegría que nace de lo más profundo de nosotros mismos, de nuestras entrañas habitadas por buenos sentimientos, unos buenos sentimientos que debemos alimentar y desarrollar constantemente. Una alegría que se expresará claramente y que situará en mala posición a los adalides del pesimismo y del malestar, a los sabios tristes y a los cínicos de cualquier tipo. Esta alegría interior, pero asimismo exterior, basada en la felicidad, es el mejor elogio de la vida y abre las puertas a la acogida y al hecho de compartir, dándoles su color.
Esta alegría, la felicidad, que brota de lo más profundo del cuerpo y del espíritu, no es ni indiferencia ni desprecio frente a los sufrimientos del mundo y de cada uno de nosotros; no borra la realidad de las lágrimas, de las angustias, del desarraigo. Representa y expresa el valor inmenso de lo que nace en nosotros; de lo que rompe los hábitos del conformismo o de las actitudes pesimistas o negativas; de lo que surge, de cuando en cuando, como inesperado. Ello prueba que en cada uno de nosotros y en cada una de nuestras vidas hay espacios inéditos dispuestos a acoger la novedad o a revivir las buenas cosas que ya hemos vivido. Que existen espacios irreductibles de cara a un presente y a un futuro felices.
Es preciso que permanezcamos abiertos a renovar nuestra capacidad para sorprendernos ante lo imprevisible; a alegrarnos ante lo que cuestiona las evidencias o los ‘a priori’; a amar lo que rompe los caparazones. La capacidad de sorpresa y la obertura de espíritu son los valores centrales de la felicidad, acompañados de la alegría y de la serenidad.
La felicidad es una alegría que nos atrapa, pero al mismo tiempo es una búsqueda que debemos hacer. Tal vez ya hayamos podido decir un día, y es deseable, que vivimos o que hemos vivido un momento de pura felicidad. Si lo analizamos de cerca, constataremos que se trata de momentos en los que nuestro cuerpo y nuestro espíritu se hallan en la misma longitud de onda, en los que la serenidad o una noble excitación nos invaden, en los que nuestros sentidos experimentan nuevas sensaciones y percepciones que nos reconfortan, en los que estamos dispuestos a vivir la esperanza de la novedad, en los que esperamos que nos lleguen actos y sentimientos que nos llenen y acompañen y en los que estamos abiertos a nuevas expectativas. La felicidad, de hecho, es un momento de cada cual pero que gana si se comparte y que nos hace mejores, más atentos, más abiertos, más comunicativos, más humanos.
Para reforzar nuestra humanidad, nuestra condición humana, será preciso que desarrollemos la actitud de los que asumen el hecho de que vivimos en sociedad, de que nos debemos los unos a los otros, y a la vez, también nos debemos a todos aquellos con los que, horizontalmente, compartimos el destino de la ciudad, y con todos aquellos que, verticalmente, nos han precedido o nos seguirán. Nos harán falta pudor, vergüenza, dignidad y honor. Esta actitud es la que permite la armonía de la sociedad, la que nos permite tener nuestra plaza en el cosmos, en el universo ordenado y armonioso. Esta actitud forma parte de la moral pero es también una virtud cívica. Virtud cívica que significa que debemos comportarnos bien, porque, entre otras cosas, estamos sometidos al escrutinio de los demás, y debemos mostrarnos dignos en toda ocasión.
Esta actitud comporta también el menosprecio de los que se sitúan al margen y que no asumen la vida en sociedad, hacia los que en período de crisis sólo se preocupan y ocupan de su gloria ignorando el sufrimiento de los demás, hacia los que caen en el compadreo, la copia falsa, la ostentación o el espectáculo por el espectáculo.
Y si la hemos perdido, deberemos recuperar rápidamente esta actitud optimista, esta actitud digna de búsqueda de la felicidad con el fin de reforzar la humanidad, la humanidad de todos y la nuestra.
Es pues en este marco de búsqueda de la felicidad donde podemos contribuir a una mejora de nuestra condición humana, de nuestra humanidad. Pero, para facilitar esta búsqueda, para obtener un sentido y momentos de felicidad, las Humanidades pueden ayudarnos.
El pasado mes de junio, el Congreso de los Estados Unidos de América publicó un estudio muy interesante titulado «The Heart of the Matter: The Humanities and Social Sciences for a vibrant, competitive and secure nation», que podríamos traducir como «El meollo de la cuestión: las Humanidades y las Ciencias Sociales para una Nación fuerte, competitiva y segura».
Según las conclusiones de este informe, los ciudadanos estadounidenses deben ser educados con un sentido amplio e inclusivo, que les permita participar honesta y efectivamente en su gobierno, y que les incite a ser solidarios con el resto del mundo.
Para los distinguidos autores del informe, para ello es preciso que las Humanidades y las Ciencias Sociales se sitúen en el centro del asunto, porque no dejan de ser una de las fuentes de la memoria colectiva y de la fuerza cívica, porque permiten una mejor comunicación, una mejor comprensión y también una mejor recepción de la cultura, y un más claro y sólido compromiso con la asunción de los valores comunes.
Insistiendo en la perspectiva crítica y en las respuestas imaginativas, las Humanidades -es decir, el estudio de las lenguas, de la literatura, de la historia, de la educación cívica, de la filosofía, de la religión y de las artes- aumentan la creatividad, el aprecio por lo que nos es común, y a la vez la aceptación de nuestras diferencias. Porque las Humanidades nos dan los conocimientos y los instrumentos culturales y cívicos necesarios.
Por su parte, las Ciencias Sociales nos sirven para comprender cómo nuestras vidas están enmarcadas, tanto a través del tiempo como hoy mismo. Utilizando los métodos de observación y experimentales de las Ciencias Naturales, las Ciencias Sociales -que comprenden la antropología, la economía, la politología, la sociología y la psicología- examinan y efectúan predicciones sobre los objetivos y los procesos organizacionales. Juntas, las Humanidades y las Ciencias Sociales, nos ayudan a comprender qué es un ser humano y nos conectan con la comunidad global de los hombres y de las mujeres, mediante una visión humanista. El humanismo, un término que ha disfrutado siempre de prestigio pero que hoy en día parece que hayamos dejado en el desván. Lástima.
Las Humanidades nos ayudan a saber quién somos y cómo son los que nos rodean. Permiten entendernos y nos permiten construir proyectos compartidos. Las Humanidades contribuyen a construir identidades; generan empatía y tolerancia a partir de la constatación y de la aceptación de la diferencia; y son una fuente de cooperación, de comprensión y de reflexión. Nos explican de dónde venimos y nos ayudan a tener una visión de hacia dónde vamos.
Las Humanidades y las Ciencias Sociales son esenciales para la creatividad, para la competitividad, para el progreso y para fundamentar el compromiso de cada uno respecto de la sociedad de la que formamos parte. Y si son esenciales, será necesario que invirtamos en ellas. Invertir en las Humanidades, invertir en la cultura, no es sólo gastar, sino que es, en el sentido propio de la palabra invertir, preparar el futuro.
La cultura, fuertemente anclada en la base de las Humanidades, nos da la posibilidad de federar energías alrededor de un sentido. En una sociedad en crisis, y para reencontrar el sentido, es sobre la vida de las ideas, de la ciencia y de la investigación sobre lo que debemos actuar, pero es al mismo tiempo un medio para estar en cuestionamiento permanente respecto de nuestra capacidad de interrogación por lo que atañe a nuestro presente y a nuestro futuro. Debemos convencernos todos de que la cultura es un terreno que permite la constitución de una comunidad. Pero este espacio particular dado a la cultura no puede considerarse nunca como algo permanentemente ganado. Debemos tomarla colectivamente como una exigencia que nos obliga a mostrarla, a presentarla y a desarrollarla.
En esta búsqueda del sentido, las Humanidades deben fomentar nuestra curiosidad, nuestra perspicacia y nuestra habilidad para transformar una idea recibida en un nuevo objetivo; deben darnos la capacidad para compartir y para construir nuevas ideas con otras gentes; deben estimularnos la voluntad de conocer y de comprender otras culturas y otras sensibilidades, que se han formado a partir de otras perspectivas. Las Humanidades deben darnos las herramientas para comprender el pasado y para otear el futuro. El conocimiento y la valoración de las Humanidades son un punto crítico para construir una sociedad democrática, que es preciso que esté basada en el respeto de esta actitud de dignidad.
Porque sin la existencia de un pensamiento crítico, sin entender nuestra historia -toda nuestra historia-, sin respetar la voz y los argumentos de los demás, aunque estén muy alejados de los nuestros, no existiría el concepto de ciudadanía, y nuestra sociedad estaría sometida a un problema de apagón generalizado. Las Humanidades y las Ciencias Sociales nos confrontan a las verdaderas cuestiones, y nos permiten el establecimiento de auténticos debates. Nos permiten evaluar, interpretar, sintetizar, comparar evidencias y comunicar sobre estas preguntas, y todo ello con la voluntad de ser auténticos pensadores independientes. Porque la fuerza de la ciudadanía, la fuerza de la democracia, depende de la capacidad de los ciudadanos para participar en los procesos de toma de decisiones, y para ello son precisas unas bases sólidas, unas bases que las Humanidades y las Ciencias Sociales pueden darnos.
Es preciso que todos oigamos la llamada, que la interioricemos, con el fin de reforzar la presencia y el futuro de las Humanidades. Son, como he intentado presentar y justificar, la basel de nuestro sistema de vida en sociedad, son la base que nos permite comprender nuestra condición humana, y son la base en la que debe apoyarse cualquier proyecto de futuro que podamos tener.
Una política de civilización implica en el orden cultural la existencia y la presencia de un patrimonio común; un patrimonio común que debe quererse diversificado, abierto y sólido en sus raíces, interesado por la investigación y por la experimentación, pero capaz de aprovechar todo aquello que de bueno existe ya.
Dicho de otra manera, una política de civilización incluye a las escuelas, a las universidades y a los centros de investigación, pero también a las casas de cultura, a los museos, a los centros de arte y a todos los grupos interesados en profundizar en la búsqueda y en el descubrimiento de la belleza y de la interpelación estética; en la búsqueda, en definitiva, de la felicidad.
Y es así como, a mi entender, el arte forma parte de una política de civilización, cómo el arte ancla a la civilización en su carácter particular y, a la vez, constituye un acicate para que permanezca abierta a nuevos retos, en la búsqueda constante de la felicidad personal y colectiva, en la reflexión y en el progreso de cada uno de nosotros. Y todo ello debe hacerse sin renegar nunca del pasado que nos ha construido y que permanecerá como base común de nuestras evoluciones futuras.
Necesitamos humanidad, en el sentido de una vida colectiva plena y enriquecedora, en el sentido de civismo, de civilización. Y para hacerlo, o para ayudar a hacerlo, el cultivo de las Humanidades se me antoja como algo fundamental. Porque si necesitamos humanidad, también necesitamos las Humanidades. Porque, como necesitamos civilización y civismo, necesitamos humanismo.