Miquel Desclot: «La ilusión de detener la transformación contínua»

En su imperturbable viaje hacia el infinito, el universo se expande como un animal en crecimiento. Los miembros se dilatan, se estiran, se resquebrajan, se descostran, se desmenuzan. La materia oscura enturbia la materia clara, empujadas ambas por una energía oscura, en el arremolinamiento centrífugo de un avance inexorable. Los cuerpos celestes y las partículas entrechocan, se bombardean, se persiguen, se propulsan, siempre hacia adelante, sin descanso ni freno. El universo es un gran animal que se alimenta de sí mismo: se come, se ensaliva, se mastica, se engulle, se digiere y se defeca a sí mismo, para volver a embocarse una vez más, y otra, y aun otra… siempre transformándose en medio de un silencio estrepitoso.

Perdidos como las minúsculas partículas que somos en este gigantesco movimiento continuo y aparentemente caótico, los humanos hemos experimentado siempre una ansiedad de fondo que no nos ha permitido vivir tranquilos. La consciencia de la partícula lanzada en la corriente de la expansión infinita sólo puede engendrar inquietud y turbación: vértigo y terror. «¿Porque nos ha correspondido una consciencia que no parece que tengan las demás partículas? ¿Es una maldición o una bendición?» nos continuamos preguntando al cabo de los siglos y de los milenios.

Pero, llevados por la propia fuerza del movimiento perpetuo universal, hemos empujado nuestra consciencia de partículas indefensas en diversas direcciones. El miedo, el pavor, el terror de la partícula humana ha incitado la creencia en unos dioses, o en un dios, responsables del caos en que se escucha voltear a la ínfima brizna: unos dioses capaces de poner orden, de ofrecer piedad, de dar esperanza. Pero Zeus ignora a Iahvé, y éste no reconoce a Alá, y entre ellos se combaten sin reposo. Un engaño, o un mosaico de engaños, a la medida de la partícula consciente que va dando tumbos sobre sí misma.

La fe en la propia facultad de discurrir ha estimulado la necesidad de explicarse el porqué, la posible organización del caos provocador del horror, y las teorías nos han dado una ilusión de orden y de estabilidad en el conocimiento.  Pero Copérnico desmonta a Tolomeo, y Einstein borra a Newton, y cada modelo hace un error del anterior. Otro engaño, o cadena de engaños, a la medida del insignificante grumo humano.

A su vez, la imaginación ha estimulado el deseo de corregir el caos, de reconstruirlo con unas formas que aquél no ha tenido nunca: con los detritus de la transformación constante del movimiento universal, construir unos mundos en los que el equilibrio nos permita creer en paraísos estables que nos consuelen del cataclismo que nos arrastra. Homero, con la palabra, con el canto, construía un mundo rico y complejo, pero aprehensible, comprensible, y por lo tanto placentero y confortante. Lo mismo hacía Miguel Ángel redimiendo el mármol de la impenetrabilidad original con la escarpa y el cincel. O Piranesi hendiendo las planchas de metal con el buril para edificar terrores domesticados. O Tolstoi recomponiendo las formas de vida en una ilusión de sentido. O Cézanne ordenando con el pincel los colores y las formas sobre una tela para sugerir oasis inexistentes. O, asimismo, Hitchcock seleccionando imágenes para componer una vida virtual satisfactoria.

Todos ellos sabían poco o mucho que perseguían una quimera ilusoria, y que sus paraísos eran un engaño más a la medida de la desvalida minucia consciente. Pero todos sabemos, también, que, cuando menos, los suyos son engaños que no prescriben, que no se anulan entre ellos, y que mientras la partícula humana ruede conscientemente por el caos del universo serán refugio fugaz para poder reposar de la turbiedad mareadora. Refugios efímeros para creernos con un poco de sensatez, hasta que la destructiva vorágine transformadora engulla definitivamente las partículas conscientes y todas sus construcciones quiméricas.